Tardes de verano, por María Bernal

Tardes de verano

¿Quién no recuerda las intensas tardes veraniegas de su infancia? Suelen ser momentos felices, o al menos, esos son los que mejor albergamos en nuestra memoria, porque esta es compasiva y, en esos instantes de evocación,  prefiere paliar antes que azotar. Momentos afectuosos, ajenos a los problemas adultos, tan reconfortantes con los que solo quieres recrearte casi una enternidad cuando los vuelves a traer a tu memoria, porque revives minutos que sabes que no volverán, porque resucitas a la gente que has perdido y porque te das cuenta de que, aunque no se note, el tiempo es efímero y parco de oportunidades.

Recuerdos enternecedores que siempre aparecen asociados a algún sentido: el olor a césped de la piscina, el ruido del mar en plena siesta, el olor a champú y a gel de esas duchas de la tarde que anticipaban salir a jugar a la calle, el sabor a helado de chocolate después de cenar o el tacto de una baraja de cartas o de una cuba de parchís en esas interminables partidas, bien en las siestas que nunca dormimos, bien sentados en la baldosa de nuestras calles.

Las siestas eran más cortas hace treinta años. Sí, los días tenían y  siguen teniendo veinticuatro horas, pero las costumbres se van limitando hasta el extremo de que el simple hecho de salir a tomar el fresco ha quedado seputlado en las casas a merced de un aparato de aire acondicionado o de un ventilador y de una pantalla, que consiguen que sobrellevemos mejor estas altas temperaturas que nos quitan las ganas de hacer poco y nada. Y así, hemos sustituido la libertad del fresco de la calle por el cautiverio de estar en casa y por el del mundo tecnológico, ese que no dejará los mismos recuerdos en nuestras generaciones pequeñas dentro de 30 años.

Las temperaturas no deberían ser una excusa; en la década de los 90, también las hubo extremas, concretamente, en 1991 nos enfrentamos a cuatro olas de calor, cuya duración fue la de veintitrés días consecutivos. Y entonces, las siestas eran más cortas y la felicidad más sana, menos artificial que ahora, incluso el aire que respirábamos estaba menos contaminado por la tontería que ahora se manifiesta , ya que antes nuestros padres solo se preocupaban porque subsistiéramos a un empujón, a una herida, a un “no quieren juntarse conmigo” o al grito de “pelea, pelea”. Pero eso, teníamos que aguantar sin que nadie interviniera, resistencia pura y dura que nos ha traído como recompensa tener menos traumas y saber sacarnos las castañas del fuego para que no nos quemaran. Y lo hacíamos porque era ley de vida. Claro que estaban ahí nuestros padres, pero estos no entendieron nunca el concepto de sobreprotección;  no la tuvieron, y como no la tuvieron, nunca la pusieron en práctica. E hicieron bien, y con eso demostraron cómo el sentido común una vez más constituye la base de la educación.

Y sí, las tardes eran más cortas porque en el momento en que el sol dejaba de proyectar su luz en la calle, hacía calor todavía, allí que salíamos a jugar. Hartos de ver dibujos o de idear planes, nos comíamos la calle trozo a trozo. Persianas arriba para ver si entraba una miajica de fresco, los abanicos de las abuelas golpenado suavemente su pecho para refrescarse y el vaso de agua encima de la mesa, escenario este previo al de coger la silla y ponerla en la puerta para tomar el poco aire que no empezaba a notarse hasta bien entrada la noche. Y en ese escenario familiar de sillas en las puertas y de vecinas hablando de la vida, nosostros jugábamos hasta las tantas: al bote, al cuartete, a la comba, a las cartas, al zompo…simplemente, éramos felices, éramos ricos y éramos las personas más afortundas del planeta. No había unas vacaiones superplanificadas con miles de actividades para que no nos aburriéramos, el aburrimiento pasaba desapercibido en nuestras vidas, ya que no le dábamos tiempo a que apareciera, incluso nos reinventábamos de una manera extraordinaria con una imaginación bastante desarrollada y no mecanizada por los vídeos que los niños ahora ven.

Sin embargo, ahora las tardes de verano son más largas, en muchos casos se inundan del tedio que pocos saben combatir con los juegos con los que crecíamos antes, que pocos saben pasar sin enfadarse minutos a minuto, con el beneplácito de unos padres que enseguida se convertirán en sus  escudos, así que ninguno experimentará su infancia  con la inocencia de no estar estimulado y mucho menos saludando a los vecinos que se sentaban a tomar el fresco y a crear un cuadro de costumbres que ahora solo forma parte de nuestra memoria.